Introducción Primeros pasos del reloj en la Historia

Descubrimientos y tipos de relojes

Talleres Reales

Otros relojeros

Siglos XVII y XVIII

Artífices extranjeros

La Real Fábrica de Relojería

Reinado de Carlos IV

Reinado de Fernando VII

Primeros pasos del reloj en la Historia La historia del reloj es la crónica puntual y fidedigna del ingenio humano, de su industria y tesón. El reloj mecánico es el mecanismo puro, la máquina excelsa. Todos los ingenios y artilugios que hicieron realidad la automatización derivan de este primitivo mecanismo. Es el prólogo de una evolución que se inicia en la rueda contadera, se halla en la computadora y Dios sabe dónde terminará. En una nebulosa fecha situada a finales del siglo XII, en algún lugar de Francia, Italia o Alemania, germina el reloj prístino. Muy probablemente, al socaire de algún monasterio del Císter para redoblar las horas canónicas. Carente de esfera o «muestra» y repartido su campaneo en siete toques: laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. En el 1300 hay constancia de elevado número de relojes públicos para general provecho y beneficio del pueblo. Veamos en qué consiste: el esfuerzo de un motor (en orden cronológico, la fuerza de gravedad de unas pesas o un resorte) se transmite a una sucesión de ruedas dentadas, de tal suerte que la última girará con gran rapidez, mientras que la más cercana al motor lo hará lentamente. El funcionamiento regular y acompasado del artilugio estará impuesto por un mecanismo de distribución (escape) y un regulador (foliot, volante o péndulo). Este uniforme movimiento está sincronizado al tiempo medio que indica una esfera. Así, desde los férreos mecanismos góticos, los microcosmos renacentistas, los excesos barrocos, las alhajas rococós y los rigores decimonónicos. La necesidad crea el órgano. Y hasta el siglo XV1 a las buenas gentes les preocupa poco conocer más exactitudes que las estrictamente fisiológicas; para ello basta y sobra con el instinto, la luz y la sombra. Los relojes mecánicos ostentan una sola aguja, y lo mismo da una hora más o menos. Sin embargo, aportan una serie de datos que actualmente nos parecen superfluos e ingenuos, pero que en el contexto de la época eran bastante más importantes que una seguridad temporal. Así, el mostrador zodiacal resultaba decisivo para elegir los momentos fastos o nefastos; el de fases lunares, para deambular en noches sin faroles; el calendario, para situarse, y un largo etcétera de informaciones útiles. Descubrimientos y tipos de relojes Este idílico estado de cosas se turba con la absoluta necesidad de las naciones marítimas por calcular la exacta posición de sus naves en la mar océana. Para ello es indispensable contar con un reloj preciso e indiferente al oleaje. Mientras esto tarda en lograrse, Galileo descubre el isocronismo del péndulo y Huygens aplica sus beneficios al regulador. Consecuencia inmediata es el apogeo alcanzado por los artífices relojeros. Siendo la primera industria que aplicó a sus máquinas las más recientes teorías matemáticas y físicas, muchos maestros fueron eximios científicos que se relacionaban con los mejores y más avanzados cerebros de su época. La emigración de uno de estos sabios artesanos podía desequilibrar la delicada balanza tecnológica de un país, del mismo modo que lo hace en nuestros días la fuga de un sabio atómico. La guerra de los Treinta Años fue en éste —como en otros muchos aspectos— la causa de un profundo desequilibrio europeo en la primera mitad del siglo XVII (así como lo fue, al final, la revocación del Edicto de Nantes). Si en el siglo XVI el reloj mecánico depende aún del cuadrante solar y no se toma demasiado en serio como instrumento científico, obtiene un gran éxito como curiosidad, juguete o presa envidiable y envidiada. Pero existe otra tradición de instrumentos de enorme complicación, cuyos proyectistas y artífices necesitaban disponer, a la vez, de mucha sabiduría y gran ingenio. Nos referimos a los relojes planetarios, que permitían conocer el lugar de los cuerpos celestes, y ello, además, basándose en el sistema erróneo de Ptolomeo. Uno de éstos, el astrario de De Dondi (1318-1389), médico y astrónomo que enseñó estas ciencias en las universidades de Padua y Florencia, fue adquirido por el Duque Gian Galeazzo Visconti en 1381 y ha sido considerado como la obra maestra de las técnicas medievales. Sólo fue superado por las dos obras del Lombardo Juanelo Turriano, relojero, matemático e ingeniero, que vino a España a instancias de Carlos I. De él dice el gran historiador Morpurgo que es «el relojero más popular que se conoce. Su figura ha estado siempre rodeada de un aura de misterio...» Tenía como ayudantes a Jean Vallin, relojero de gran fama en Flandes, y un mozo, de nombre Jorge de Diana. Talleres Reales El obrador de Turriano en Yuste, durante el retiro del Emperador, puede considerarse como el primero de los Talleres Reales. Estaba éste en la parte norte del claustro nuevo del Monasterio, junto al espacio destinado a los barberos y ayudas de Cámara. Su primer planetario estaba en la Cámara Real. Construyó un cuadrante solar para el patio e inició el segundo astrario conocido como «El Cristalino». También se le atribuye la fabricación de juguetes autómatas, como pájaros que podían volar, soldados que se acometían simulando batallas y figuras con diversos movimientos. Tenía un sueldo de 200 ducados para mantener en orden los relojes de la colección Imperial, que, en el inventario hecho a la muerte del César, se componía de siete, excluyendo otros pequeños. Era el primer servidor en visitar, por la mañana, al Monarca; volvía a verle por las tardes en su aposento, y, en algunas ocasiones, recibía su visita en el propio taller. Felipe II, con ese su bendito afán de orden y constancia, encarga a Juanelo escribir varios libros sobre ingenios y máquinas, pues éste pasó a su servicio como parte importante de la herencia Imperial. Se le otorgó el nombramiento en Cédula Real de 26 de julio de 1562, con un sueldo de 400 ducados, obligación de residir en la Corte y compromiso de no hacer más obras que las encargadas por el Rey, si bien éstas se le pagarían aparte. Reside en Madrid y estaba su taller en la Torre Dorada del Alcázar. Seguramente estarían con él sus dos ayudantes: Vallin y Diana, a los que se unió Juan de Seroyas, relojero y cerrajero, que ya estaba al servicio Real en 1561. Ambos construyeron un reloj para el Monasterio de El Escorial, que se instaló en abril de 1563. Terminó la construcción de «El Cristalino», y dedicó la última parte de su vida a construir los famosos artificios de Toledo que elevaban el agua del Tajo al Alcázar. Allí murió en 1585. Otros relojeros Otros relojeros de este reinado fueron: el alemán George Hartmann; Lonis de Foix, ingeniero francés que construyó el faro de Cordouan e hizo un modelo para el ingenio de Toledo, fabricó relojes para la Emperatriz Isabel y el Príncipe Carlos; Gualterio Arsernio. Hans de Evalo es el autor del reloj-candil de las habitaciones de Felipe II, en el Monasterio de El Escorial, único ejemplar de esta época que se conserva en la colección Real. De origen flamenco, comenzó su servicio palatino en 1558 y fue nombrado Relojero del Rey en 1580, desempeñando este cargo hasta su muerte, en 1598. Casó con Isabel Coles, quien después volvió a contraer matrimonio con Jennin Cocquart, su discípulo y sucesor en el servicio, así como maestro de su hijo Lorenzo de Evalo. Aparte de esta obra, construyó varios relojes más, todos de gran mérito. Jennin Cocquart, oficial de Evalo, hizo otro reloj-candil idéntico al de su maestro. Por Cédulas Reales de 1565 y 1578 se tienen referencias del Maestro Pelegrín y de Andrés Sánchez. Es Felipe III quien primero se lanza en la «carrera tecnológica», ofreciendo un cuantioso premio de 6.000 ducados de renta perpetua, 2.000 más de renta vitalicia y otros 1.000 de ayuda de costa para quien fuese capaz de fabricar el reloj que sirviera para determinar la longitud en la mar, vital para una nación oceánica como la nuestra. En 1604 nombra «conservador» de los relojes de las Casas Reales, con aposento en la Corte, a Claudio Gribelín. Son pocos los relojeros de este período: Jennin Cocquart, a quien sucede Gaspar Enríquez, Antonio Matheo y finalmente Lorenzo de Evalo. Estos tenían una renta de 200 ducados, casa, derecho a una ración diaria de la Real cocina y se les pagaban, aparte, las reparaciones. En el reinado de Felipe 1V el primer nombramiento de relojero de Cámara lo realiza el Conde-Duque de Olivares, el 6 de marzo de 1631, para Guillermo Reynaldo, de Ruán, y el Duque de Gandía, Mayordomo Mayor de la Reina Isabel de Borbón, lo hace a favor de Juan Duque. Hans Fent fue Relojero de la Casa de la Reina Margarita de Austria en 1646. Antonio Matheo y su hermano José lo fueron de los Reyes Felipe IV y Mariana de Austria (gran coleccionista esta última, que no se separaba de sus queridos relojes ni en los lienzos de los retratos oficiales). Juan Mañani y Francisco Filippini, autor de un curioso reloj de treinta horas, estuvieron al servicio de la Reina. El presbítero aragonés Baltasar Cavero, que Felipe IV llevó a su servicio a Nápoles y Roma, fue autor del reloj de la «pirámide» de San Ildefonso. Carlos II, por Cédula Real dada en Madrid el 20 de diciembre de 1663, nombra a Domingo Fernández cerrajero y relojero del Alcázar de Segovia y de las Casas Reales de Campo próximas. Termina la relación de relojeros de la Casa de Austria con: Claudio Reinaldo (1686), Isidro Ballesteros (1684-1691), José de Santingo Vázquez (1696) y Tomás Fúsares (1696). Siglos XVII y XVIII En el siglo XVII la colección Real se acrecentó con la adquisición de piezas de gran interés que la testamentería de Carlos II nos describe. Algunas de ellas importadas de París, Inglaterra, Alemania y Nápoles. El advenimiento de la nueva dinastía coincide con el siglo de las luces, y con el definitivo espaldarazo científico de la relojería. Tras el minuto, conquistado por el péndulo, se persigue afanosamente el segundo a través de escapes cada vez más libres, la reducción de roces y compensaciones térmicas. Es la gran era de la ciencia relojera, de la técnica arropada por las artes llamadas aplicadas. Del esplendor, la opulencia, calidad y belleza. El buen gusto aliado al «saber vivir», al disfrute de la elegancia en los interiores, finalmente a medida del hombre. Pero el factor básico se debe al tan vilipendiado sistema gremial, que supedita hasta la Revolución Francesa toda actividad artesana. Es tal su severidad de criterio y exigencia, que garantiza un nivel de calidad realmente incomprensible hoy en día. Por ejemplo, «La Compañía Inglesa de Relojeros», fundada en 1631 por el Rey Carlos I, se reservaba el derecho a perseguir y destruir por la fuerza aquellas piezas de nivel insuficiente, para proteger al público de personas «que construyan, vendan, compren, transporten o importen, cualquier reloj, cuadrante solar, despertador, caja o estuche de mala o insuficiente calidad...». Al reloj se le exige ya que sea bueno, bonito y... divertido; que el repiqueteo de las horas sea una armonía; las grandes sonerías, un recital; los organillos, una orquesta, y que los autómatas se agiten, bailen, trinen o actúen. En España, el siglo XVIII comienza con la llegada a la Corte de Felipe V, nieto del Rey de Francia Luis XIV y primer Monarca de la dinastía de Borbón. Con su llegada se produce un florecimiento de las artes decorativas e industriales, que se acrecienta a lo largo de todo este siglo. Así se crea la Real Fábrica de Tapices, perdurable hasta nuestros días, y la Escuela-Fábrica de Relojería de San Bernardino, bajo la dirección del relojero francés Bourgois. En épocas posteriores, artífices españoles, cuando solicitan el preciado nombramiento de Relojeros de Cámara, alegan como mérito haber realizado sus estudios en esta Escuela. Fue precedente de la que en el reinado de Carlos III se estableció en la calle de Barquillo, bajo la dirección de los hermanos Charost. Ambas escuelas fueron lugar de aprendizaje de los más renombrados relojeros de la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX. Artífices extranjeros Por voluntad Real vinieron grandes artífices extranjeros, que, junto a los españoles, prestaron su servicio en la Corte. Destacamos entre ellos: Thomas Hatton, que vino de Londres al servicio de Felipe V, con alojamiento en el Palacio del Buen Retiro y 22.500 reales de vellón anuales de sueldo; Manuel Sánchez Salazar, que en 1739 es nombrado Relojero de Cámara; Fernando van Ceulen, de procedencia holandesa y de una familia de gran tradición relojera (Jannes van Ceulen ya estuvo asociado con el famoso Huygens, en La Haya, en 1660), fue Relojero de Cámara en 1740; Guillermo Poulton, de Londres, vino a España con contrato de trabajo en 1743, con fines de enseñanza y 30.000 reales de vellón anuales de sueldo; Nicolás Martín de la Penna, al servicio de la Reina Madre Isabel de Farnesio, y Relojero de Cámara desde 1744. Con Fernando VI, era Relojero de la Casa Simón Martínez Villaseñor, que pasó a serlo de Cámara en 1747. Ese mismo año llega a la corte el flamenco Fernando Nizet a fin de sustituir a Bourgois en la dirección de la Fábrica de San Bernardino. Recibe su nombramiento en 1756, después de reparar el famoso reloj de Hildeyard de «Las cuatro fachadas» (actualmente en el despacho de S. M. El Rey en el Palacio de la Zarzuela), quedando a su cuidado en el Palacio del Buen Retiro. Hizo un reloj de sortija, del tamaño de un escudo de oro, que el Monarca usó hasta su muerte, y en el Inventario de bienes de Carlos III figura su nombre como autor de varios relojes. Miguel Smith, de Irlanda y avecindado en Madrid, fue nombrado Relojero de Cámara en 1752 y con sueldo de 30.000 reales de vellón. Como oficial de Smith vino de Londres Juan José Woolls, por orden Real en 1757. Durante el reinado de Fernando VI, y debido a su preocupación e interés por el fomento de la Relojería en España, así como por la manutención de la colección Real, se envían a Suiza, Francia e Inglaterra a varios artífices españoles para que estudien con los mejores maestros. Asimismo, se adquieren piezas de gran valor técnico y artístico. Son dignos de mención: un regulador de John Ellicott, regalo de la Corte portuguesa con motivo de los esponsales de Bárbara de Braganza con Fernando VI, y el famoso «Pastor», de Pierre Jaquet-Droz, que el Monarca compró en Villaviciosa de Odón. Ambos se conservan en el Palacio Real de Madrid. En 1759 comienza el reinado de Carlos III, el Monarca que impulsó al reformismo nacido del espíritu de la Ilustración e introdujo las ciencias aplicadas y experimentales en nuestro país. Es conocida su predilección por las artes industriales: transplanta íntegra la fábrica de porcelana de Capodimonte al Buen Retiro; en esta época la Real Fábrica de Tapices está en su apogeo; se reconstruye la Real Fábrica de vidrios y espejos de La Granja; se establece la Fábrica-Escuela de platería; se protegen las fábricas de tejidos de seda de Valencia y Talavera y se crean Escuelas-Fábricas de Relojería. Por otro lado, en 1763 se termina el nuevo Palacio de Oriente, y ni que decir tiene que el Monarca se ocupó de que los mejores artistas que pudo encontrar dentro y fuera de España lo decoraran, siendo uno de los más suntuosos de Europa. En 1756 los hermanos Felipe y Pedro Charost, ingenieros-relojeros franceses, presentan al Rey un reloj astronómico para uso de la Marina y la Artillería. Con grandes conocimientos, elaboran en 1770 un proyecto para establecer una Escuela de Relojería de Real protección. Esta quedó establecida en 1771, en la calle de Fuencarral, y con ella colaboró como maestro el suizo Abrabam Matthey, venido a la Corte por recomendación del Conde de Aranda, embajador en Francia. Posteriormente se trasladó a la calle de Barquillo, donde, en 1783 y por orden del Rey, el relojero Manuel Zerella realiza una inspección. Era éste Relojero de Cámara desde 1779 y había compuesto un «Tratado General y Matemático de Relojería». Desempeñó siempre cargos de confianza, debido a su gran sentido científico y entusiasmo por su profesión. Su informe fue totalmente desfavorable y aconseja la colaboración de algunos maestros extranjeros. Se pide informe a los más afamados relojeros de Francia y el embajador en Londres se informó de John Ellicott. A la muerte del Rey, en 1788, no se había resuelto el problema, y en 1798, por mediación del Conde de Noroña, se pide consejo a los artífices suizos. Como respuesta, se remite el plan de Simón Houriet, de Bienne, pero en 1801 se decide aplazar el asunto. Los hermanos Charost aspiraron al cargo de Relojero de Cámara, solicitándolo repetidas veces sin éxito. En cumplimiento de la Real Cédula de establecimiento de la Escuela, redactaron el «Tratado Metódico de la Relojería Simple». Construyeron varias obras de mérito, una de ellas dedicada en 1771 al Rey, que aún se conserva en la colección palatina. Fueron Relojeros de Cámara en este periodo: Miguel Bartholony, que vino de Francia al servicio de los Duques de Medinaceli, pasando después al servicio Real. Juró su cargo en 1775; Jenaro van Ceulen, hijo de Fernando, y Juan José Woolls, de Londres, lo hicieron en 1778. Finalmente citamos a François Lonis Godon, de quien mayor número de relojes conservamos en los Palacios Reales. Fue relojero del Rey de Francia y colaboró con Furet, artista de gran prestigio, con quien firma algunas de sus obras. Prestó juramento en mayo de 1786, quedando destinado al servicio del Príncipe. La Real Fábrica de Relojería En 1788, Carlos III aprueba la creación de la Real Fábrica de Relojería, dirigida por el presbítero Vicente Sion y con Abrabam Matthey como maestro principal. Estuvo funcionando en la calle de Fuencarral hasta 1793. Toda una serie de circunstancias desfavorables, como la muerte del Rey a los nueve meses de su inauguración, informes contrarios a su funcionamiento y falta de subvenciones, provocaron su cierre. Al referirnos a estas escuelas tenemos que citar al seguntino Manuel Gutiérrez. En 1770, con motivo del proyecto de la Real Escuela de Relojería, compite con los Charost por su dirección, y en 1793 intenta hacerse cargo de La Real Fábrica, sin éxito alguno en ambos casos. Hizo varios relojes para el Infante Don Luis, de quien era Relojero de Cámara, y para el Rey. En 1778 solicita la plaza de Relojero de Cámara, sin conseguirlo, volviendo a intentarlo en 1797, con igual resultado. Parece ser que en 1800 llegó a dirigir una fábrica, bajo la dependencia de la Dirección General de Correos, en la calle de Fuencarral. Entre varias de sus obras, todas ellas de interés, destacamos el reloj de la Catedral de Toledo y una pareja de esqueletos, uno de ellos en el Palacio Real. Reinado de Carlos IV Carlos IV fue un gran coleccionista de relojes, con una afición poco corriente. Cuando dejó España en 1808, se ocupó personalmente de su traslado. Poseía millares de pequeño tamaño y centenares de sobremesa. No es de extrañar que François Louis Godon, que estaba a su servicio, fuera comisionado en París con objeto de adquirir las mejores piezas del mercado francés. Destacamos durante este reinado a los siguientes relojeros: Félix Bausac, nombrado Relojero de Casa en 1779, lo fue de Cámara en 1805; Salvador López, que en 1797 construye un reloj que se conserva en la Real Oficina de Farmacia; Ramiro González Perea, Relojero de Cámara en 1799; José López de Villa, pensionado en París con Berthoud y Breguet, marchó a Londres en 1790, donde fue discípulo de Arnold, célebre cronometrista. En 1794 se le concedieron los honores de Relojero de Cámara; Francisco Ribera, Cayetano Sánchez y Antonio Molina, todos ellos alumnos de la Real Escuela, nos dejaron obras de gran mérito, estuvieron pensionados en el extranjero con los mejores maestros de la época y gracias a ellos y a la inteligente labor del Capitán General de la Armada, don José de Mazarredo, se construyeron en España los primeros relojes de longitud para la Armada; Manuel de Rivas, maestro sevillano de la Real Fábrica madrileña, Relojero de la Real Casa desde 1801 y Relojero de Cámara en 1833; Rafael Varona, fundador y director de la Real Escuela de Ciudad Real, de protección Real, y Relojero de Cámara honoraria en 1800; Miguel Amable Charost, hijo de Felipe, de quien aprendió el arte. En 1805, el Rey Carlos le nombra relojero de número y planta de la Real Casa, con honores de Cámara; Agustín Albino, de Madrid, estudió en Francia con Berthond y en 1806 pasó al Real Observatorio de La Marina de San Fernando, con título de Relojero de S. M. y licencia para usar el uniforme de Relojero de Cámara. Varias obras de estos artistas se conservan en la colección Real: diecinueve de F. L. Godon; un regulador de Antonio Molina, que se encuentra en la Biblioteca del Palacio Real, y dos ejemplares de Manuel de Rivas de gran calidad; un monumental reloj de la Real Fábrica del Retiro, encargo de Manuel Godoy para obsequiar a los Reyes, que se encuentra en el Salón de Espejos del Palacio Real de Madrid, y el regulador del Salón del Billar de la Casa del Labrador de Aranjuez. Reinado de Fernando VII Al iniciar su reinado Fernando VII en 1814, aceptó la usual plantilla de cuatro Relojeros de Cámara: Félix Bausac, Camilo Fernández Perea, Francisco Ribera y Manuel de Rivas. De este último periodo mencionado se conocen los siguientes artífices: Blas Muñoz, Relojero del Real Observatorio de la Marina de San Fernando desde 1806, se le nombra, en 1818, Relojero de Cámara de la Reina Doña Isabel de Braganza; José Jiménez «El Avilés», ayudante de Félix Bausac, fue Relojero de Cámara en 1823; Jerónimo Woolls, hijo de Juan José, con motivo de instalarse en el Palacio Real de Madrid Doña María Teresa de Braganza y Borbón, Princesa de Beira, se le nombra Relojero de Cámara y maestro de torno de su bijo, el Infante Don Sebastián; Narciso Rubio y Juan Antonio Laplaza, Relojeros de Cámara en 1832; José Antonio Matthey, de Madrid, fue Relojero de la Reina Gobernadora Doña María Cristina, en 1834, y de Doña Isabel II, en 1844; José Mejía, natural de Sevilla, fue Relojero de Cámara en 1834; Pedro Garzón, de Barcelona, recibió los honores y el uniforme de Relojero de Cámara en 1844. En el mismo año fue nombrado Relojero de la Real Casa Pascual Rubio, artífice de Madrid. Finalmente, en 1849, José Hoffmeyer y Jiménez es nombrado Relojero Real. Recorrido el siglo XIX, por lo menos hasta su ecuador, la tecnología relojera alcanza su más alta cúspide a costa de cierta frialdad, que será en adelante irreversible algidez. Al fugaz segundo se le arrancan fracciones inimaginables y las tolerancias se reducen a límites insospechados. Cada rueda es una joya; cada piñón, cada tornillo, una filigrana. Nunca tantos debieron tanto a tan poco, pues a la vuelta de la esquina se halla el reloj al alcance de todos, y para siempre. NOTA: Los datos históricos de esta introducción se deben, en buena parte, a la labor de investigación realizada por Paulina Junquera de Vega, Luis Montañés Fontela, junto con otros autores, y al archivo personal del propio autor.

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